Somos bultos de tripas

Desde hace más de un año tengo problemas con mis manos. Me duelen cuando llevo muchas horas trabajando y se han vuelto ya tan delicadas que he tenido lesiones tan absurdas, como por abrir jugos de tapa rosca o sacar comida del microondas. Es un problema mínimo en comparación con un cáncer o el sida, pero debo decir que este malestar ha incidido en cada rincón de mi vida y no precisamente de una manera positiva.

La lógica occidental nos dice que cuando estamos enfermos, debemos ir al médico, pero poco se habla de la llamada salud preventiva que probablemente evitaría muchos inconvenientes. En mi caso, el craso error fue no hacer pausas durante mis jornadas de trabajo y seguir de largo, abusando por completo de mi estado físico sedentario y deplorable, además de la condición de hiperlaxa (algo así como una mujer elástica) que hace que mis extremidades sean más débiles a este tipo de esfuerzos.

Desde entonces, he ido al médico ya unas doce veces, he estado en unas sesenta sesiones de fisioterapia, me han tomado tres veces radiografías, más de diez exámenes de sangre, una ecografía y he visto a más de cuatro especialistas. Hasta ahora el diagnóstico preliminar es tendinitis, que forma parte de la amplia gama de enfermedades de manos y brazos que sufren a diario muchas personas (la más conocida es el síndrome del túnel carpiano, pero no es la única).

Soy increíblemente afortunada por contar con un papá generoso que se encarga de pagar una póliza adicional de medicina prepagada, que cubre tratamientos que los planes básicos de las entidades prestadoras de salud se rehúsan a brindar a sus usuarios por pura tacañería. Mi caso no es grave, pero es lo suficientemente aburridor como para sentir que no deseo ver a un solo médico más.

Durante este turbolento viaje, he aprendido que la medicina occidental es una completa farsa y que es un fracaso para la humanidad: así suene rudo. Gracias a los avances, a las cirugías, a las vacunas y a las pastillas, pero la aplicación del método no es la correcta para la mejoría del paciente. Estoy segura que si yo pudiera cortarme la mano y enviársela a cualquiera de los médicos que he visto, sería más que suficiente para que siguieran recetando pastillas e inyecciones sin ton ni son: «No le sirve el diclofenaco, vamos con el voltaren. No le sirve el acetaminofén, vamos con el Winadaine F», y así sigue la vida, probando fármacos a manera experimental mientras mi estómago sufre los efectos secundarios.

Existe una perspectiva inhumana en la medicina occidental, que no desea pensar en sus pacientes como personas que sueñan, sufren y sienten, sino en simples bultos de tripas que llegan sin parar al consultorio. Creo que los médicos, o al menos la mayoría, odian las enfermedades tanto como a sus pacientes y se encargan de expresarlo a cada momento. No se esmeran en por lo menos mejorar la letra para que cada receta no sea un jeroglífico digno de ser puesto como prueba en un juego de la oca. Tampoco les importa si uno está triste o estresado, lo cual en la mayoría de las casos ahonda los efectos de una enfermedad, no se requiere ser un experto para comprobar esto. No les gusta explicarse, balbucean palabras complicadas y científicas con el fin de, no sé, ¿impresionar?, y dejan al paciente absurdamente confuso sobre si está bien o mal. Muchas veces, ni siquiera se preocupan por conocer el contexto nacional de su país y viven en una burbuja fantástica, no saben lo difícil que es por ejemplo pagar tal o cual remedio y se hacen los locos frente a la pobreza que abunda.

Hasta el momento, mi caso se ha centrado en descartar alternativas en lugar de comprobar hipótesis. Tal parece que la tendinitis es todo un misterio médico porque en vez de mejorar, mis manos son cada vez más enclenques y ya me es imposible utilizar un computador sin brazaletes ortopédicos y tal parece que deberé usarlos también a la hora de dormir. ¡Una pereza total!

Pero al fin y al cabo se trata de algo incómodo con lo que puedo seguir viviendo sin que implique un riesgo mortal. En el caso de otras enfermedades graves, supongo que la situación debe ser peor en nuestro país y si no se tiene acceso a una medicina prepagada, el trato con los pacientes es casi vergonzoso.

Alguna vez acompañé a una amiga sumamente engripada a urgencias y al llegar donde la doctora, ésta ni siquiera la tocó y le recomendó tomar jugo de naranja. Estoy segura que cualquier abuelita bonachona hubiera podido dar un consejo similar sin necesidad de hacerla esperar casi cuatro horas, de un modo amable y sobre todo gratis. Cuando mi novio tuvo varicela visitó al menos unos seis médicos, y cada uno se contradecía en medicamentos y cuidados con respecto al anterior, lo que alargó su enfermedad a más de mes y medio en el que parecía más una mazorca que un ser humano.

Así es la salud acá en Colombia: caótica, impredecible, injusta y sobre todo, inaccesible. No sé si todos los médicos sean así: me he topado con algunos amables y considerados que muestran (o fingen, no lo sé) un interés en la salud de sus pacientes. Pero con la mayoría me siento insatisfecha. Se nota el aburrimiento y el poco amor que tienen a una profesión que podría fácilmente ser la encarnación del buen samaritano.

Todavía no ha finalizado mi proceso y ya estoy aburrida. No quiero ver a un médico más que me recete otro examen para descartar posibilidades a la loca. Estoy considerando seriamente visitar a un chamán, un indio amazónico o a un loco barbudo con un traje hippie. Al menos ellos harán el esfuerzo por comprender la impotencia del que siente, que ya no tiene la misma salud de antes. 

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