Esa rara especie llamada amigo

Existe en los seres humanos la inminente necesidad de agruparse. Nos gusta estar en "combo", tener alianzas y sentir que formamos parte de algo. Y es gracias a ese sentimiento que las sectas religiosas, las tribus urbanas y las pandillas son un éxito indiscutible en cualquier esfera social. ¿A quién le gusta sentirse aislado? Imagino que a pocos.

Más allá de la agrupación, a todos nos interesa, en cierta medida, conseguir en la vida verdaderos amigos. Los amigos son los cómplices de nuestro accionar, los que nos secundan en cuanta locura se nos ocurra, pero a su vez tienen la suficiente actitud para decirnos cuando creemos que no estamos haciendo lo correcto. Los amigos verdaderos, de esos que duran toda la vida, así como los perros a cuadros, son una especie difícil de encontrar, y es gracias a esta concepción que me he aferrado como nunca a mis amigos.

A mis 23 años, debo decir que la mayor parte del tiempo que he vivido ha sido sin una pareja estable hasta hace tan sólo dos años y medio. Es por esto que para mí siempre mis amigos fueron el eje de mi vida social e incluso, acaparaban una parte significativa de mi salud emocional. Los novios y demás tinieblos eran inestables, pero los amigos siempre permanecían.

Sin embargo, tengo un ligero percance: soy muy buena amiga. Me acuerdo fácilmente de todos los cumpleaños y aniversarios, presto mucha atención a los detalles y sé qué le gusta a cada quien; me encanta escuchar historias y si alguien está en problemas, puede contar con mi ayuda sin pensarlo.

Ahora, ustedes dirán: «¿Cuál es el problema? ¡Quiero ser tu amigo!». El inconveniente descansa en que ser así no viene gratis. Espero de mis amigos una retribución medianamente similar a lo que yo por mi naturaleza doy casi de manera involuntaria. Aún así, la vida es injusta. No he sido premiada con buenos amigos y mi sentido de la justicia hace que me sienta permanentemente insatisfecha. Creo que la que estoy mal soy yo, por entregar demasiado. Este mundo no ve bien a quien entrega demasiado y por el contrario, premia al tacaño de corazón, al mezquino, al manipulador, al mala gente, al hipócrita y al habla mierda.

Esos son los amigos que queremos, los que nunca están, los que no se acuerdan de nada, los olvidadizos, los risueños, los de temas banales, los de la conveniencia del momento, los de la rumba, los de la moda, los que dicen lo que queremos oír, los que no prestan atención...

No me malinterpreten, tengo mis defectos: soy llorona, tacaña, rabiosa, me como las uñas y odio cuando alguien pone el papel higiénico al revés.

Pero mi mayor problema es el nivel de compromiso que manejo. Cada vez en mayor cantidad y a las patadas, la vida me cachetea constantemente y me dice que soy una tonta por pararle tanta bolas a cada detalle mínimo que me rodea. A la larga, los amigos se quedan donde estén, uno no sabe si van a llorarlo a la tumba o a celebrar la muerte con vino y cerveza, se olvidan de lo vivido y simplemente se enfocan en lo suyo. De ahora en adelante, olvidaré más cumpleaños, prestaré menos atención, haré menos regalos y me concentraré en cosas estúpidas como hablar de ropa o de cabello sin ningún sentido estético. Y lo más importante: dejaré fluir las relaciones de manera trivial con un nivel de compromiso mínimo, para nunca jamás volver a salir lastimada. 



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