En el reino de los borregos


Como en casi todos los colegios colombianos, estudié en uno extremadamente católico y femenino en el que existía el absurdo acto democrático de «elegir al personero de los estudiantes». Este figurín no era más que una serie de ideas y propuestas posibles solo en un mundo maravilloso y ficticio extraído de un cuento infantil. Dicha actividad simbólica, realizada para meter el «pajazo mental» de estar contribuyendo a una transformación que jamás ocurrirá es impresionantemente similar a algunas actividades electorales de Colombia.

En los seis años que estudié en ese colegio, todos las candidatas y personeras elegidas (que pertenecían a los dos últimos grados), prometieron todo tipo de cosas que hasta donde sé, no han ocurrido ni ocurrirán. Piscinas, canchas de tenis, clases de danza, concursos de canto, «jean day», bazares, «fashion shows», fiestas nocturnas, presentaciones de artistas famosos, forman parte de las propuestas irreales que hasta el día de hoy retiene mi memoria como parte de la farsa en la que participábamos todas. Me incluyo en ese grupo, no por creerles, sino por no haber ejercido mi derecho al «Voto en blanco» sabiendo que un «Púdranse todas con su porquería de propuestas» era más válido que un «Peor es nada».

Aún así, ser la personera de los estudiantes era un asunto importante para quienes buscaban asumir el cargo. No era sorprendente ver caramelos y chupetas circulando a manera de compra de votos. Lo más triste era que la táctica, en realidad, funcionaba, ya que muchas de las chicas que tenían no más de 12 años, sentían que el mordisco de ese caramelo era casi un compromiso matrimonial de su decisión de voto. ¿Le suena familiar la situación?

Y ni hablar de los argumentos por los que se votaba por una y no por otra: «Es la más bonita», «Es amiga de mi hermana», «Se ve que es popular», «Nos prometió una piscina», «Tiene gafas, o sea que es inteligente», «Canta bien», «Es de mi combo de amigas», etc. Quizá de las anteriores frases, la ÚNICA que tiene que ver con sus propuestas es la de la piscina, teniendo en cuenta, eso sí, que primero era posible que la directora resultara ser la moza de Miguel Bosé antes que eso sucediera. Parecido a lo que ocurre con muchas personas que votan por algún representante porque «Es costeño», «Es cachaco», «Es mi peluquero», «Es religioso», «Está buena y va a salir desnuda en una revista», «Es amigo del presidente», entre otros argumentos absurdos.

Alguna vez una amiga mía del colegio se postuló a la personería. Era ya mi último año (afortunadamente) y un día decidí decirle que no pensaba votar por ella porque otra de las candidatas era para mí la que tenía más capacidades, a pesar de que no formaba parte de mi círculo social. Ella, obviamente, no tomó mi acto de sinceridad de la mejor manera y puso en contra a la que era algo así como su directora de campaña y todo su equipo de borregos. ¿Y qué si no quería votar por ella? Mi mamá me dijo en ese entonces que era una tonta por haberle dicho lo que ella no habría querido oír, pero aún así, considero que era lo correcto decirle las cosas de frente y, de paso, probar qué tan fuerte era la amistad. Algo así, pero a mayor escala supongo, es lo que ocurre con los empleados que se niegan a votar por un candidato en el que no creen a pesar que su jefe o entorno social les obliga a hacerlo.

Gracias a mi colegio y su farsa democrática, he estado preparada para el absurdo entorno electoral que nos rodea de adultos y que, a diferencia de la personería de esa institución educativa, sí nos afecta. Transforma, positiva o negativamente, nuestras condiciones laborales, el sistema de salud, el transporte público, los espacios que nos rodean y las interacciones que establecemos. En mi colegio, sin importar cuál era la personera, no pasaba nada. En la vida real, las cosas no son así de sencillas.

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