La ciudad inmóvil

Hace un par de días mi papá vino de visita a Bogotá, capital de Colombia y mi lugar actual de residencia. Por cuestiones de trabajo se vio obligado a permanecer más tiempo del programado y al partir, se sentía aliviado de volver a Barranquilla, su hogar desde hace más de 20 años. “Bogotá es una ciudad depresiva, ¿Has visto la cara de las personas en los buses, en la calle? Van con sueño, con tristeza, con rabia. No sé como haces para vivir aquí”.

Mi papá tiene razón. Si hay algo triste en la existencia de cualquier bogotano, se trata del transporte: público, privado, en cicla, en burro o a pie, no hay nada reconfortante en tener que desplazarse en una ciudad cuyas vías presentan una lucha sangrienta entre todos sus habitantes. Nada, ni el carro más caro ni la hora más desierta, garantizan un viaje placentero en una urbe diseñada para deprimir a sus habitantes.

Desde hace más de dos años, cuando estaba recién llegada a esta ciudad noté lo trascendental que era el movilizarse para los bogotanos. Casi todas las advertencias estaban centradas en precauciones, consejos y advertencias relacionadas con el transporte público: “Roban mucho”, “Empujan mucho”, “Recuestan mucho la pelvis”, “Manosean mucho”, “Se demoran mucho”, “Gritan mucho”. Acá, los tiempos de transporte tienen la misma certeza de un anciano ebrio con Alzheimer, por lo que nadie sabe cuándo llegará a su destino. En la ciudad donde todo es posible, sus tiempos de transporte pueden verse afectados por múltiples problemas: desde una manifestación inesperada hasta un trancón causado por una llanta desinflada.

Para quienes no la conozcan, Bogotá es la ciudad más grande del país, pero no le llega ni a los tobillos a otras grandes urbes como Nueva York o Londres. A diferencia de otros lugares de Colombia, muchas personas deben hacer recorridos de dos horas que fácilmente pueden transformarse en tres, por lo que es infinito el tiempo perdido en el escenario de un vehículo inmóvil. Un compañero de trabajo constantemente se queja de las largas horas que ha permanecido en un trancón esperando a que algo se mueva, mientras según sus propias palabras: “La vida se le va en los buses”.

El alcalde de la ciudad, parece no darse cuenta de la ciudad depresiva y caótica que se consolida día a día. Si bien es cierto que existen algunos esfuerzos para intentar mejorar la situación, las calles agrietadas y camiones de construcción dan la impresión que Bogotá sigue en obra negra y que nunca va a mejorar. Los huecos y los escombros, sumados a la fuerte temporada de lluvias, reducen la sonrisa y la paciencia de un gran porcentaje de los habitantes.

Ahora, el malestar causado por la falta de movilidad va más allá de una cuestión de comodidad. La administración actual no visualiza el daño psicológico y la aniquilación del espíritu de cada persona que vive en Bogotá. El estado de ánimo, la calidad de vida y el bienestar emocional de todos se ve afectado en la inmensa frustración que causa no poder llegar de una manera confortable de un lugar a otro. Una persona que realiza un recorrido largo y accidentado, no disfruta sus comidas, duerme menos, sale menos, se preocupa más, se enoja más y se deprime más, porque nadie se siente feliz de estar en un bus o Transmilenio, de pie, con miles de manos, brazos y traseros rodeándole en medio de un coctel compuesto por mucho sudor y poco oxígeno. Tal parece que en la capital del país y en Colombia, el sistema de transporte público está pensando más para sardinas que para seres humanos.

Por eso, todos salen despavoridos a comprar un carro en el cual “moverse” de manera individual y no es extraño ver las vías trancadas, con miles de vehículos que tienen la mayoría de veces un solo ser humano en su interior y que además, tienen restricciones como el pico y placa o los altos precios del parqueadero para dificultar su proliferación.

Lo cierto es que mientras el sistema de transporte público no mejore, es probable que más y más ciudadanos compren y se endeuden por un carro o moto ya que ese objeto les garantiza al menos una mayor comodidad que quien va “apretadito” en un bus.

Bogotá es, por excelencia, la ciudad inmóvil, por los graves problemas de movilidad (valga la redundancia) que afrontan la mayoría casi que a diario. Una ciudad triste y frustrada no evolucionará jamás porque el desmejoramiento significativo de la calidad de vida representa algo más que una estadística. Todos, sin excepción, están estancados, inamovibles, sumergidos en un hoyo profundo y sucio como cualquiera de los que inunda algunas calles de la ciudad. Si alguien debe pasar en un bus de dos a tres horas diarias y siente que la vida se le escurre en medio de los dedos, me pregunto: ¿Cómo no deprimirse en un sitio así?



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